El lanzamiento de un nuevo libro de uno de los más importantes artistas de la historieta latinoamericana se vuelve una excusa para hablar de su obra. Lo que debiera ser una reseña se muta en un texto en el cual describir la magnitud con la que sus aventuras impactaron en la imaginación de uno de sus lectores, en cómo el artista convirtió sus inigualables historias en refugio.
En enero de 2016 perdí un vuelo que conectaba Estambul con Buenos Aires. Nunca entendí que había atravesado un cambio de huso horario y en la capital turca era una hora más que en Madrid, la ciudad en la que había pasado parte de mis vacaciones. Desde un ventanal gigante, vi despegar el avión de Turkish Airlines en el que debía estar sentado. Tenía mi valija con ropa y otra valija más con 14 kilos de historietas que había ido recolectando en el viaje. Mi último día en España lo había pasado en El Coleccionista, una tienda del barrio Lavapiés de la que me había llevado algunas joyitas. Hablé largas horas con sus dueños, lectores profundos de la historieta argentina y, antes de irme, prometí algo que finalmente nunca cumplí: enviarles por correo un original de ese artista cuyo nombre repitieron varias veces y que es, junto con sus aventuras, el protagonista de este escrito.
Perder el vuelo significó un problema. Estaba solo, en un país que no conocía, sin saber hablar inglés -menos que menos turco- y con 120 euros en la billetera. Tenía que esperar dos días hasta el próximo vuelo a Buenos Aires, así que no había otra opción más que esperar. Tomé un tren que me llevó hasta Taksim, la plaza principal de Estambul, y caminé hasta el hotel. La mañana siguiente, conocí la ciudad; subí hasta el mirador de la torre Galata, la cual conocía por jugar Assassin´s Creed: Revelation, en un templo vi hombres envueltos en vestidos blancos girar y girar, crucé el río Bósforo por el puente Ataturk, compré vajilla en el Bazar de las Especias, tomé té de manzana en un bar antiguo, recorrí el perímetro del Gran Bazar, conocí la Mezquita de Solimán. Me perdí en esa capital de subidas y bajadas, de calles curvas que serpentean la colina hasta llegar a las alturas. Al final del día, me senté a tomar una cerveza en el barrio Kabatas y saqué de mi mochila la única historieta que había llevado al recorrido y que se doblaba entre auriculares, pasaportes y liras turcas: El libro secreto de Marco Polo, de Enrique «Quique» Alcatena.
En la enorme soledad que significaba sentirse perdido en un lugar desconocido, «Quique» y sus historietas eran una compañía conocida, hasta familiar. Ese libro, editado por Thalos en 2007, incluía la historia Cuando danzan los Derviches. En ella, un joven Marco Polo se entrega a las danzas sema de los derviche giróvagos, una tradición en las que los integrantes de la orden sufi conectan el espacio terrenal con el mundo divino. Lo hacen por medio de bailes giratorios que los insertan en estados místicos, aumentando progresivamente la velocidad hasta que el mareo permite la exaltación espiritual. En la historia de Alcatena, Marco Polo ubica su mano derecha con la palma apuntando hacia arriba, hacia el infinito, y su mano derecha con la palma hacia abajo, hacia la tierra.
Derviche puede traducirse como «el que busca las puertas» y, para mí, en ese viaje cortito, inesperado y solitario por Turquía, la obra de Alcatena fue una puerta de ingreso hacia lo desconocido, hacia una forma alternativa de acercarme a ese territorio turco que me parecía tan ajeno. Conocí, gracias a su historia, algo sobre esos mismos bailarines que había visto en mi caminata horas atrás. Y lo hacía desde un lugar seguro, ese que para mí siempre fueron y serán las historietas. Un espacio donde las creaciones de «Quique» se volvieron, desde hace varios años, una compañía muy importante.
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Un tiempo después, en 2019, viajé a Guadalajara. Iba a visitar a un queridísimo amigo tapatío que conocí años antes en Montevideo. Una amistad basada en el cariño mutuo por El Eternauta, la cerveza y el neorrealismo italiano. Una mañana fui a conocer el Hospicio Cabañas, un antiguo hogar para huérfanos con una capilla desacralizada donde José Clemente Orozco pintó algunos de sus más importantes murales. Formas demoníacas se entremezclaban con frescos que denunciaban el genocidio de los conquistadores españoles sobre el territorio americano. Acostado sobre un banco largo, con las cúpulas que sirvieron de lienzo como fondo, me acompañó Hawkworld, la miniserie de tres números de Timothy Truman en el guion, Sam Parson en el color y Alcatena en el dibujo. Como la obra de Orozco en ese espacio que primero sirvió a la Iglesia católica y sus intereses, los dibujos de Alcatena generan un efecto disruptivo sobre las formas monstruosas que el mainstream de DC Comics se suele permitir. En contextos con tantos marcos que regulan lo que se peude hacer, Orozco y Alcatena se animan a ir más allá. La experiencia de lectura tuvo un efecto tridimensional, con la historieta en mis manos y los murales en el techo, como escenografía.
En esas semanas en las que visité México, la Universidad de Guadalajara celebraba a su hijo pródigo, ese que por fin había decidido volver a la madre patria después de desperdigar su creatividad cinematográfica por el mundo: Guillermo del Toro. Con la exposición En casa con mis monstruos, Del Toro buscaba traer su casa de Santa Mónica, California, a los barrios que lo vieron crecer. A través de salas que reconstruyen con fidelidad su hogar, la vida del director se convierte en un verdadero gabinete de curiosidades. Desde fetos reales hasta la cabeza de Frankenstein en el exacto mismo tamaño en que apareció en los cines en 1931, pasando por el carnet de conducir del actor que encarnó al luchador mexicano El Santo y por el kiosco de diarios y revistas donde Guillermo compraba sus cómics cuando era niño y que decidió guardar para siempre en una de las salas de su casa.
Al terminar el recorrido, les visitantes éramos invitades a recorrer parte de la biblioteca del cineasta, a husmear en algunas de sus fuentes de inspiración. Entre los manuales, las novelas, los libros de fotografía y los cuentos, estaba el Bestiario de H.P. Lovecraft que ilustró Alcatena para la edición de Libros del Zorro Rojo. Entre las incontables obras posibles, «Quique» y sus monstruos ocupaban un lugar central de la colección del director de El laberinto del fauno. «Ojalá, en algún rincón de esta visita encuentres la inspiración en lo monstruoso y la belleza de lo oscuro y lo olvidado», decía Guillermo del Toro en un cartel antes de ingresar a la exposición. Sin saberlo, esa bella monstruosidad ya la traía conmigo, gracias a la siempre inspiradora compañía de las historietas de Alcatena.
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Este texto tiene -o tuvo- como primera intención celebrar el lanzamiento de un nuevo libro de uno de mis artistas favoritos. Merci Editorial publicó hace poco tiempo Dinastía Maldita, un recopilatorio de historias dibujadas por «Quique» con el Japón medieval como escenario para la aventura. Este libro tiene la cualidad excepcional de incluir su primera historieta publicada, Bushido. Una historia corta aparecida en el número 21 de la mítica revista Pif-Paf, de septiembre del 77´.
Una primera historia que, contrario a lo que indica la lógica, funciona como manual del maestro. Porque Bushido, que «Quique» creó a los 19 años, tiene mucho de su esencia. Porque, además, demuestra un altísimo nivel técnico en el dibujo y un ritmo atrapante desde lo narrativo. Porque, siendo su primer trabajo publicado, está a la altura de su contemporánea El lobo solitario y su cachorro, escrita por Kazuo Koike e ilustrada por Goseki Kojima, y se anticipa en más de un lustro a Ronin, de Frank Miller, y a Wolverine, dibujada también por este último y guionada por Chris Claremont.
En Bushido, y en el resto del libro, pero sobre todo en Bushido, están las claves de la obra de Alcatena. Al ser su primer trabajo, tiene mucho de visceral. Una honestidad brutal del artista que elige volcar en una historieta eso que sinceramente le interesa contar. Están, por supuesto, sus bestias, sus temibles demonios, esas monstruosidades que hacen temblar hasta al más valiente guerrero. Están las bajezas humanas, las traiciones con sus dagas clavadas por la espalda, los ventajeros que creen poder burlarse de los dioses. Y está el honor, siempre el honor. En su trabajo siempre hay recompensa para la honesta valentía, hay premio para tode aquel que respete la justicia, terrenal y celestial.
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La gran potencia de Alcatena radica en algo que puede parecer pequeño pero que, para mí, es inmenso. En tiempos de historietas biográficas y autobiográficas por doquier, de aparente hiperrealismo y sobreinformación, «Quique» permite una conexión con lo fantástico, con lo maravilloso y con lo horroroso. Permite, además, devolver el valor que tiene la aventura y lo inimaginable en nuestra vida cotidiana. La capacidad de permitirnos un dejo de duda y creer que, de un momento al otro, sus bestias temibles pueden irrumpir en el barcito de Estambul, puedan destruir el techo del salón Paraninfo Enrique Díaz de León de Guadalajara, asomen sus horripilantes garras desde adentro de nuestras mochilas o llenen con su escalofriante presencia nuestros cuartos de lectura. Al menos yo, elijo seguir creyendo en la historieta como guarida y como compañía en la aventura. Aventuras que, espero, siempre me encuentren con «Quique» Alcatena y sus criaturas fantásticas bien cerca.