«Es qui aquí en Bogotá se le dice doptor a cualquier pendejo». Era la sentencia de aquel gamincito capitalino altanero, pero de agudo sentido crítico. Hijo de tinta de Ernesto Franco al que bautizó como Copetín. Al igual que su creación, el artista bogotano pasó «por las verdes y las maduras», antes de su consolidación. Era un inquieto que ensayaba diversas propuestas, correspondiente a esa ola transformadora de la realidad que recorría Latinoamérica y el mundo en los sesenta, entre ellos una serie de cortos animados con personajes elaborados en su mente, pero las limitaciones económicas frustraron sus anhelos. Una seguidilla de fracasos, lo llevó con resignación a conformar un restaurante como salvación para su futuro que veía amenazado. Fue justamente esta última jugada la que le daría, ¡por fin!, materia prima para la reconstrucción de esos sueños que dejó en pausa indefinida.
Como todo artista que tiene fe en lo que hace, Franco sabía que estaba predestinado para el dibujo y a eso le daría prioridad por encima de lo demás. Nunca se conocerá la fisonomía real de ese niño anónimo de la calle que le sirvió de inspiración y que solía merodear cerca a su negocio velando comida o tirado en el andén con sus congéneres, arrumados protegiéndose del frío. Luego de hacerles seguimiento por varios días y aprender algo de sus hábitos, agregó conceptos represados que lo indignaban de la sociedad. Así moldeó como escultura de barro, al pelao mono del copete largo.
Copetín no es un nombre. Es un concepto que reúne el surgimiento tardío en Colombia de la Modernidad Urbana , en la cual, el ciudadano apenas logra digerir lo que la «selva de cemento» le escupe en la cara sin darle tiempo de reflexionar. Teniendo en cuenta que para el período 50’s-60’s, el 70% de la población colombiana era rural y Bogotá congregaba el mayor grupo poblacional que estaba en proceso de «aculturización». El habitante de calle, esta vez recreado en un párvulo, pretende mostrar una apariencia menos dramática de estas personas que se han convertido en parte del paisaje y que tratamos en lo posible eludir, bien sea por temor, o por acallar la voz de nuestra conciencia cuando nos hacen sentir culpables con su mirada de reproche. Este chico es incapaz de lastimar a alguien físicamente, pero a cambio, su lengua destila verdades incómodas que hacen palidecer a todo aquel que «dé papaya» al cruzarse en su camino. El lector terminaba poniéndose de su parte al sentirse identificado con sus apuntes, aunque no supiera cómo hacía para mantenerse tan bien informado de la realidad del país. Esta circunstancia lo acerca más a la corriente beligerante de Mafalda (Copetín nació primero), que a la del justiciero de los superhéroes estadounidenses. En esto radica el encanto de su personalidad, aunque la secuencia gráfica siga los lineamientos de las historietas tradicionales. En realidad, para ser un huérfano nunca estuvo desamparado, no solo por su pandilla de amigos o por sus fieles seguidores que lo leían cada semana, sino por el conjunto de dibujantes que se envalentonaron al percibir el éxito de sus historias desde aquel abril de 1962, cuando empezaron a publicarse ininterrumpidamente en el periódico El Tiempo durante 30 años; además de la revista Vea y El Espectador por cortos períodos . Prueba de ello, fue la primera muestra de dibujantes de historietas en la galería del Colombo-Americano en 1967, organizada por talentos apenas conocidos, pero en ascenso como Jorge Peña y Carlos Garzón. Este suceso animó a otros diarios colombianos a prestar más atención a las propuestas de los creadores de este género, e incluir las tiras cómicas como secciones habituales en sus publicaciones. Elemento que, sin duda, refrescaría la imagen de los periódicos nacionales tan saturados de enfrentamientos partidistas por entonces y, además, atraería nuevos públicos.
Sus aventuras contenidas en viñetas, que no suelen sufrir sobresaltos en su rígida secuencia de izquierda a derecha, es un ejemplo de fragmentación lingüística al no incluir lugares emblemáticos que hagan reconocible a la capital o cualquier otra ciudad colombiana. El autor recurre a las situaciones más cotidianas, adobadas con el lenguaje arrabalero de la época para dar ese color local, prescindiendo de entornos familiares. Por ello se identifica a Bogotá, aunque no aparezca por ningún lado. Copetín no fue la primera historieta en Colombia, sus antecesores se remontan a la década del 20 Pero el mérito de nuestro invitado de hoy, es haber apalancado la movida comiquera en un país sin vocación por la difusión del arte gráfico en cualquier manifestación y en un momento donde los creativos no encontraban el reconocimiento a su trabajo como labor social. Apenas hasta ahora hay avances significativos.
La vida de Ernesto Franco en paralelo a ese gamín que no tiene mucho para ofrecer, excepto su ingenio que es tomado como innecesario, refleja aquello a lo cual se enfrentan cientos de creativos, que deben solventar sus métodos de supervivencia en beneficio de su verdadero interés, llámese como sea, artístico o negocio personal. Un dato no menor, es que el destino parece premiar a los que se dedican al trazo como proyecto de vida, pues como muchos otros del gremio, Franco muere longevo y activo en 2017 rondando los noventa años, satisfecho de otorgar dignidad a su vida dedicada al dibujo. Es mejor que Copetín se quede en el imaginario como el muchachito pícaro al cual no se le escapaba ninguna situación relacionada con corrupción política, diferencia de clases o simplemente, estupidez humana. A lo mejor, de adulto, pudo perseverar hasta conseguir un empleo en alguna entidad del estado, o tal vez, alguien descubrió su talento humorístico y lo contrató para trabajar en algún programa de televisión sin revelar su verdadera identidad. Por ahora, despidámonos, tal como solían aparecer tituladas las ediciones del suplemento a color, con un: «Feliz domingo», o para el caso, «Feliz semana».