Antes de seguir leyendo, luego de quedarme un rato viendo la portada en llamas que bordea el perfil de una mujer, me pregunto por el significado del título: Atraviésame. No soy un filólogo y menos un lingüista. Busco el verbo: pasar a través de algo, de un lado a otro, es lo que aparece en un diccionario. Vuelvo a las páginas siguiendo en el descenso la textura y sus materiales, el canto en rojo que contrasta con el verdor y los rojos y amarillos de unas hojas, y lo que ellas me muestran en esas primeras páginas: cuerpos que bailan encima de otros, un corazón atravesado, la imagen de un órgano en llamas con flechas incrustadas. Son imágenes que queman. El libro arde. Y sigo, y me fijo, y al lado, más adelante, aparecen palabras en rojo, la seña de un viaje, una mano abierta que indica unos caminos, hasta que aparece un paisaje que se extiende sobre las páginas con un verdor imponente, y en el centro, las aguas de un río que lo atraviesan y unas mujeres que se ayudan a cruzar.
Lo anterior es un resumen fragmentado del inicio de Atraviésame Andrea Ganuza, un libro que rehace un recorrido y el viaje de lo que fue una caída libre, un extravío por surcos y senderos, un pasar entre muros, un pasar fijándose por calles, un pasar, descifrando tal vez el lado de acá, el lado de este mundo donde la luna sale de otra manera. Una manera de observar y buscarse.

En sus páginas y su forma episódica la dibujante española nos pone en sincronía a lo que ha visto y lo que ha determinado un viaje y cómo ese viaje modificó su mirada; y es su mirada y lo que ella recuerda y vio de los paisajes lo que se acumula en una miscelánea de impresiones que forman el libro. Es por eso hay palabras que marcan los inicios o conversaciones que se recrean, o imágenes como las cartas de un tarot nos dicen algo que no es del todo explícito, porque están ahí para ser interpretadas, para que veamos a través de esas imágenes y crucemos lo representado con los ojos y el cuerpo entero. No hay entonces el hilo visible de una historia, hay una colección de imágenes y sensaciones, las esquiarlas que quedaron luego de un viaje y la experiencia de ese viaje.

En la primera parte del viaje titulado «El fantasma de Paola» la imagen de una mujer sosteniendo una sombrilla aparece en el borde de un muro. Al fondo, a lo lejos, la ciudad de Medellín, Colombia se contrapone a unas líneas de texto que aparecen flotando dos páginas abajo. «Cuando llegué a Medellín todo me parecía tan apabullante que no era capaz de procesarlo» se puede leer. La imagen de la mujer que observa, a lo lejos, distante, se une a las palabras y unas imágenes que luego vemos de cerca: gracias a que mientras se lee se camina entre las páginas, sobre el cemento, las piedras, la selva, y en el conjunto de imágenes intensas que completan el libro. De este modo la mirada, doble, con ojos bizcos: de eso que ha sido dibujado y la de uno como lector, se van integrando al paisaje en un proceso de reconocimiento que nos marca un modo entender el dibujo que tiene que ver con el desplazamiento, «dibujar es caminar», se lee en algún lugar, o como se expresa en una secuencia de viñetas cuando aparece entre la página una sintética explicación de las relaciones entre imagen y palabra.
Lo que hace Ganuza con este libro como observadora que ha llegado de otro lado y ve las cosas que antes le eran concretas de otro modo es registrar lo que se va perdiendo, o se ha perdido, contar lo que ya no está o está en el recuerdo de los otros, o es apenas el fantasma de otro tiempo. Para esto ha acumulado historias y pedazos de mundo que mastica entre epifanías. Así aparecen las imágenes de Taller 7, los dibujos sobre las baldosas, las imágenes de los dibujantes con la cabeza fijada en las mesas en una comunión que ya estará en otro lugar, el reflejo de las puertas entre abiertas y sillas que se pliegan en el patio y sus noches de fiesta, además de las calles y los espacios públicos como espacios vivos y vibrantes que se alzan en una ornamentación que se resiste a toda regla.

El espacio narrativo no escapa a menciones directas, es por eso que desde afuera y hacia el interior la dibujante integra referencias como la pantera negra de Emory Douglas, o una viñeta, o tal vez páginas de Tommi Parrish, expresa de forma directa su sincronía con referencias y amistades: las llamas encendidas y los colores de Dora Ramírez, las vibraciones de las molas, la experiencia de una narración como lo propone Aidan Koch, las líneas de José Antonio Suárez, o los encuadres de Rodrigo D de Víctor Gaviria.
También se podría decir que este un libro de gritos, de declaraciones porque hay unos testimonios que aparecen. «¿Te acuerdas? ¿Lo recuerdas?» se puede leer hacia el final. Las declaraciones hacen que el libro derive en su forma central: un diario de lo íntimo y lo público, un diario de viajes e impresiones, un diario para recordar e imaginar. O un diario del estallido social, de las calles, de la libertad y los derechos reclamados con la imagen de un diablo galopante e inquieto que sale por todos lados lamiendo el plato como ese diablo de Guimarães Rosa.
Escribió Andrea Ganuza en una entrada de Instagram que este libro es «un interrogante luminoso, una canción cálida en la mitad de la noche, un ejercicio de seducción, una invitación a que te chupe lo ojos, un baile eléctrico y una carcajada de puñetazos». Sí, es todo eso, y puede ser mucho más al derecho y al revés, y es además un espacio en el que se pregunta y se conjura por la pérdida, por la desaparición de un cuerpo, en este caso el cuerpo del artista Sebastián Restrepo, que acá se reactiva y tiene lugar y se hace forma y habita en estas páginas. Es por eso que entre tantas definiciones posibles, Atraviésame es también una serie de encuadres de lo que no vemos y se ha perdido, y de lo que encontramos y somos al cruzar.