«El peligro de convertirse en un espanto siempre está ahí; leer es estar perdido en la selva, como advierte el rumbero, aunque todos los signos sean aparentemente reconocibles. De ahí que me entre una risa nerviosa cada vez que me preguntan cómo acercar a más lectores a La vorágine. Porque sencillamente no se puede adaptar el libro de Rivera a la cómoda digestión del público, no hay plan de lectura que valga para ahorrarle al lector la desazón, el asco, la extrañeza, la indignación, el extravío».
Juan Cárdenas. La secreta voz de las otras cosas.
La vorágine de José Eustasio Rivera, publicada en 1924, fue etiquetada por mucho tiempo como la gran novela de la selva o como la calificó Antonio Caballero: «La gran novela de Colombia», un retrato y documento histórico de la explotación del paisaje. Escrita con intrincados juegos narrativos, la novela es la descripción excesiva y poética de un mundo, de su fuerza viva que fragmenta el orden racional. La vorágine es además, una narración laberíntica, que pasa de la fantasía del paisaje, al horror de un paisaje sin uniformidad y domesticado, la selva, mientras la prosa fértil con la que está construida le da una textura delirante a un relato voraz, enfermo y contagioso como escribió Silvia Molloy en su ensayo «Contagio narrativo y gesticulación retórica en La vorágine».
Ahora bien, adaptar La vorágine a otra forma de arte, supone muchos riesgos, no solo por las diferencias narrativas y las limitaciones de los recursos, que cambian de una forma de arte a otra, sino porque la forma misma de la novela, que es excesiva, se resiste a la aplicación de un molde que mutile su riqueza textual a cambio de un superficial decorado gráfico o audiovisual. Aunque, si la intención de una adaptación, es hacer resumen un ilustrado o hacer una cartilla didáctica que sirva de medio para narrar algunas anécdotas del libro, el resultado, aunque maltrecho, podrá hacerse sin muchos problemas. Ese es el caso de la versión ilustrada de La vorágine, (Resplandor Editorial, 2017) que hicieron el escritor Oscar Pantoja, y el ilustrador José Luis Jiménez, y que este año anunció una nueva edición. En su versión, que funciona más, como un traslado de algunos párrafos sobrepuestos a páginas ilustradas, hay un tejido de imágenes a una tinta, donde se leen representaciones de lugares, caras y cuerpos estáticos de personajes, y una serie de escenas de acción que no van a ningún lugar. Estos recursos aparecen articulados, de forma improvisada, con grandes pedazos de párrafos de la novela, que han sido copiados y pegados, sin importar su extensión, en un intento fallido por trasladar fragmentos de la novela que no se pudieron adaptar a la versión con dibujos.
En esta vorágine, tan alejada gráficamente, por el diseño y las formas importadas, de la selva narrada en la versión original, prevalecen las manchas de negro sobre el papel, un recurso limitado que pasa por encima de los colores y los excesos descritos en la versión original, en el que se expresan tonalidades más diversas que dan cuenta de la espesura y las formas verdes de la selva amazónica y los atardeceres de los llanos del Casanare en la parte inicial. Con el negro usado hasta el exceso, lo ambientes quedan uniformes y planos, en una suerte de monocultivo gráfico que da como resultado una sucesión de imágenes con el negro predominando sobre el blanco.
Además del abuso del negro sobre blanco, la historieta, en muchos pasajes, rima con las animaciones y los afiches que usan algunas bandas de Heavy Metal, que aparecen superpuestas a las obvias referencias del cine de acción o las películas de superhéroes, que fueren sustraídas de mundos gráficos estandarizados y masivos del entretenimiento audiovisual, sobre todo a esas imágenes que se usan en las composiciones digitales para carteles promocionales, que son utilizadas acá, para detallar un evento o una acción importante. Dicho esto ¿Es La vorágine una aventura de acción básica y de entretenimiento sobre la explotación y la destrucción del paisaje y sus pueblos? Son muchas las preguntas que se le pueden hacer a esta adaptación que tiene lagunas, una versión gráfica que está más próxima a una imagen extranjera y audiovisual, con referencias gráficas ajenas al mundo narrado, que desarticulan los matices de los personajes, el paisaje y de paso, el espacio geográfico que se cuenta, porque en esta adaptación, luego de pasadas las páginas, el resultado visible es un calco gráfico con caras reconocibles de actores de Hollywood, algo que hace del libro, un cúmulo de ilustraciones pulp acompañadas por segmentos de la novela que, como se mencionó al inicio, han sido copiados y pegados hasta el cansancio.
Aunque el cómic en Colombia es un arte en proceso de exploración y maduración, la publicación de este tipo de historietas, que solo tienen como objetivo sacar provecho del reconocimiento que tienen algunas novelas y las celebraciones de turno, con este gesto, extravían una tradición en construcción, relegando sus intenciones a atajos didácticos o la simple utilidad del cómic como medio fácil y básico para llegar a «mejores lecturas». Como afirmó hace un tiempo, el autor argentino Luis Scafatti: «En América Latina ha existido una larga tradición de cómics publicados periódicamente de forma regular, y eso puede llevar en ocasiones a que se publiquen obras insustanciales o historias que hubieran ganado si se las hubiera dejado ». Y eso es lo que ocurre con esta versión de La vorágine, una obra insustancial, que carece de un proceso editorial adecuado para un libro como el que publicó Rivera hace 100 años. Es por eso que tal vez, debamos esperar una versión distinta de La vorágine en historieta, que expanda lo contado, y que explore con las herramientas de la historieta, un camino para contar historias que son un retrato de lo atroz en medio de una naturaleza deslumbrante.