Por Raúl Trujillo.
En plena mitad de la década del ochenta, irrumpió en los periódicos norteamericanos una tira cómica que parece un coletazo lejano de aquella pléyade de pintorescos personajes que surgieron una tras otro en la época de entreguerras entre los años veinte y cuarenta, de la que hacen parte Tintín, Popeye, Pogo, Lorenzo y Pepita, Little Orphan Annie, entre muchos otros. Personajes carismáticos por sus actitudes e indumentarias, pero inmersos en historietas que guardaban en su contenido, un mensaje de crítica social que pretendía reflejar de manera burlesca el descontento y la incertidumbre de sus lectores frente a los cambios abruptos que estaba experimentando el mundo que les tocó vivir.
Calvin y Hobbes, como hijos tardíos de esas manifestaciones, desfilan campantes en la época de las estrellas del anime y los robots luchadores; aunque no les interesaba en absoluto competir con ellos, solo cautivar un nicho de público específico. Sobre este muchachito absorto en sus divagaciones y su inseparable tigre semiimaginario, ya se ha escrito suficiente como para acrecentar la leyenda entre sus seguidores alrededor del planeta. Lo que me interesa acá es hablar y preguntar sobre el porqué de Calvin y Hobbes. No es un cuestionamiento ocioso, es menester que todo buen lector de comics se lo plantee, aunque su inesperado éxito no dé pie a indagar. Y que mejor fuente, que adentrarse en la psicología de su propio artífice.
Bill Watterson, como suele pasar con los artistas de historietas, no escapa al karma de lidiar con las malinterpretaciones que, por cuenta de su bajo perfil, se tejen. Pero eso entra a formar parte del anecdotario. Dentro del universo de las tiras, el caso Watterson es un ejemplo de tenacidad que parte desde el más inferior de los escalones, hasta demostrar su fuerza de voluntad para luchar contra cualquier molino de viento. El público desprevenido ignora que cuando sus ojos encuentran en el periódico las aventuras de esta particular pareja, está frente a un producto valioso por lo que representa. El trasfondo filosófico, quizá más invisible aún, es en realidad el componente principal que le da ese toque distintivo. La visión de Calvin del mundo está definida por la incomprensión a la que las personas que le rodean lo someten. Unos padres que tratan de entenderlo, pero fracasan; principalmente la relación con su padre es áspera, cuando este no lo toma en serio en sus reclamaciones. Una maestra que le cohíbe su libertad a imaginar y las relaciones tormentosas con su caprichosa vecina y el abusón de la escuela, que siempre lo está matoneando, para emplear un término coloquial.
Todos estos factores, contribuyen a que el niño, más que revelarse contra el mundo, prefiera oponerle resistencia. Opta por la soledad y crea una barrera con su prolija imaginación, hasta el punto de “darle vida” a su tigre de peluche-Reminiscencia del amigo imaginario infantil que todos tenemos derecho a construir- El juego de Watterson se hace latente cuando se desdobla entre ambas figuras. Calvin y Hobbes son dos marginados, que a su vez se contraponen el uno al otro. Personalidades opuestas amalgamadas en el alma de su autor. También en cierta manera, desencantado de la sociedad. Los dardos que la historia lanza, van especialmente dirigidos a los demonios a vencer en el momento: sus editores. Watterson no tenía ínfulas de grandeza, solo hacía lo que cualquier asalariado promedio en situación desfavorable haría, como lo es, reclamar su derecho a dignificar su profesión. Eso es algo que, si somos razonables, debemos agradecerle a Bill. Y es que, no se concibe que sesenta años de historia de publicaciones, no hayan bastado para que el oficio de dibujante de historietas, no tenga la altura intelectual ad portas del siglo XXI, de una columna de opinión de un analista político, por ejemplo. En palabras del mismo autor, la motivación de su propuesta respondía a la voluntad de corresponder con un buen trabajo a la remuneración obtenida.
Los editores terminarían por ceder y el tiempo le daría la razón a Watterson, en el sentido de que si no se recomponía el formato en decadencia que los periódicos insistían en sostener, la profesión corría el riesgo de apagarse y seguramente el boom de las novelas gráficas actuales, no sería tan vigoroso. Así que Calvin y Hobbes tienen razones para ocupar un sitio de honor en la galería de las tiras cómicas, a pesar de su tardío nacimiento, su corta existencia (1985-1995) y las extrañas características de sus protagonistas. Si en la próxima historieta que usted aprecie de este par, encuentra en el inicio alguno de esos dinosaurios espaciales, o las correrías del Capitán Spiff y Estupendo-Man, todos elucubrados en la mente de Calvin, no olvide que es un valor agregado que Watterson nos hace a manera de obsequio para que reconozcamos su versatilidad como dibujante, al componer unas viñetas con unos acabados impecables de trazos y sombras, dentro de la trama misma. Al mismo tiempo que la enriquece visualmente. Recuerde que con Watterson, nada es gratuito. Una frase que ilustra este predicamento, se desprende de la publicación The Calvin and Hobbes Tenth Anniversary Book, de Ediciones B, en la que, según el mismo Watterson afirma: “No es el soporte lo que determina la significancia del arte, sino la calidad de la percepción y de la expresión. Pero, ¿qué sabe un dibujante?”.
Medio en broma y medio en serio, la lucha de Bill Watterson contra el merchandising establecido, lo avala para dos cosas. Una, reconocerse como dibujante; porque en efecto, lo es. Y la otra, para retirarse tranquilamente a su casa a pintar cuadros y pasear en bicicleta con su esposa.