En una narrativa que desde hace años es predominantemente autorreferencial, Días de cuarentena (Editorial Robot, 2020) es, en mi opinión, la más personal de las obras de Álvaro Vélez «Truchafrita». Esto puede ser sumamente interesante o terriblemente tedioso, dependiendo del lector. Y es que tras años y años de estar publicando cómics sobre «sí mismo» (un rótulo discutible) ¿qué tan llamativas podrían ser 60 páginas de «aventuras» de un tipo encerrado «solo» en un apartamento?
Para mí, por lo menos, su lectura resultó una experiencia fascinante. Y esto no se debe a que «Truchafrita» tenga una vida muy apasionante o llena de giros inesperados. Las obras autobiográficas llaman mi atención no por la envergadura de los hechos o personajes que en ellas aparecen, sino porque sirven como un espejo para comparar mis propias experiencias, ideas y preocupaciones. En estas suelo encontrar asuntos con los que me identifico total o parcialmente y posturas con las que no podría estar más en desacuerdo. Son estas tensiones las que me hacen disfrutar enormemente este tipo de trabajos. Una experiencia compartida por casi todo el planeta en simultáneo – la del encierro pandémico- supone entonces un potencial empático que hacía muchos años no se veía.
Fue esta contemplación permanente la que me produjo mayor satisfacción al leer Días de cuarentena.
Una soledad muy concurrida
Como todos, «Truchafrita» nunca está del todo solo. Aunque el guardapolvos del libro muestra en toda su gloria una engañosa silla vacía, el observador detallista notará el sinnúmero de experiencias vitales que acompañan el espacio. Entre los libros que nutren sus ideas, la banda sonora de su vida privada y el arte ajeno que seguramente alimenta el propio, desde la primera viñeta el autor permite que nos le metamos a la cocina. Lo mejor es que no hay rótulo alguno. Esos libros podrían ser nuestros libros. Esos discos los nuestros propios. Podríamos poseer cuadros homónimos y nunca lo sabremos con certeza [1]. Se trata de un espacio tan personal, pero a la vez tan genérico como la obra misma. Una plantilla sobre la que el lector bien podría escribir su propia historia de cuarentena.
La portada del cómic reproduce la misma imagen, solo que esta vez con Truchafrita y Chimpandolfo [2]ocupando casuales las otrora sillas vacías. Conceptualmente, quiero creer que no hay diferencia entre esas dos imágenes. Los dos personajes son reflejo parcial de las voces, experiencias y el arte condensados en ese espacio, tanto como Chimpandolfo es producto de la mente de «Truchafrita» (y viceversa). Y es que, hasta donde mi rastreo y mi memoria alcanzan, descontando la furtiva aparición de otro par de personajes, este es uno de los pocos libros del autor en que no aparece absolutamente nadie más que Chimpa y su amigo imaginario. Es tan persistente esta presencia que a veces hay hasta varios «clones» de «Truchafrita» en una misma viñeta. La propia mente del autor como habitante exclusivo de sus viñetas, en el sentido más literal que posibilita la reproducción gráfica.
A veces esa soledad lo atosiga y no se aguanta ni él solo. En más de una ocasión los personajes fantasean con exiliarse, separarse o agredirse el uno al otro. Sea en tono jocoso o serio, a veces buscan maneras de aislarse por completo, víctimas del tedio de su mutua «compañía». Estos arranques, no obstante, no duran mucho y se reconcilian, víctimas de su inevitable amistad.

Mirarse mirando
Cómo ya he dicho, considero que en este libro la palabra clave es reflexión: tanto en su acepción de meditar, como en la de reflejar. «Truchafrita» se cuestiona sobre su oficio de historietista, lo que es para él y cómo lo ven otros desde afuera, divaga sobre el sentido de la vida y de la muerte al más puro estilo de una epifanía de letrina, ofrece sentencias sobre lo que pasará tras la pandemia y las lecciones que seguramente NO aprenderemos de ella, condena al gobierno, habla de sexo, de religión, de drogas y de cómics. A veces se toma muy en serio esas reflexiones, suministrando lo que seguramente a su juicio son argumentos contundentes y profundos.
Otras tantas, se burla de sí mismo, descartando lo pretencioso de esas cavilaciones que tan a menudo se nos antojan trascendentes pero que no son más que obviedades producto del aburrimiento o el desocupe.
Todo esto está hilado a través de un montón de micro momentos (como él mismo los llama) que nos hacen perder la percepción exacta del tiempo. ¿Se trata del mismo día?, ¿del mismo mes siquiera? ¿Es una historia lineal o una serie de episodios inconexos? No se sabe y francamente no importa. Muchos de los que vivieron la cuarentena seguramente compartirán esa percepción irreal e imprecisa del paso del tiempo. Y no acaban ahí las similitudes.
A través de estas reflexiones ajenas yo mismo me cuestioné sobre mi oficio y su relevancia (o irrelevancia), sobre cómo lo perciben los demás, pensé en las lecciones de pandemia aprendidas o ignoradas, señalé mentalmente responsables, inocentes e idiotas útiles, arriesgué un par de predicciones, identifiqué temas que el autor no mencionó pero en los que yo sí pensé en su momento. Al mirar a otro, el libro me permitió mirarme a mí mismo.
***
Ahora, toda esta analogía del espejo en la que he insistido suena muy conceptual e insondable, pero quizás se trate de una consecuencia de mi tendencia academicista a sobre analizar todo. A lo mejor Días de cuarentena no sea nada más que una charla entre dos parceros desparchados por el encierro. Quizás Chimpandolfo -que es quien realmente hace los cómics -lea este texto y se cague de la risa por tanta vuelta que le di. Si es así, esperemos que todavía le quede suficiente papel higiénico.
[1] El mismo autor bromea con que siempre reproduce su pinacoteca con líneas oblicuas para evitar que se la copien digitalmente.
[2] El personaje principal, alter ego de Álvaro Vélez “Truchafrita” y su inseparable compañero.