Breccia fragmentado. Segunda parte: maestro

Magui Pagano fue durante un cierto tiempo alumna del histórico taller de Alberto Breccia. Sin embargo, no es la protagonista en todo esto. De cierta manera, tampoco lo es Breccia. En el año 1991, Magui empezó a contarle entusiasmada todo lo que pasaba en ese espacio a su amiga de la secundaria, María Delia Lozupone. Delia conocía ese nombre de algún lado, había escuchado ese apellido con doble c, siempre debatiéndose entre «brecha», «brechia», «brequia» o «bresia» para su pronunciación. El nombre y el arte detrás suyo entraban dentro de su mapa de referencias y lecturas. A los 13 años, un tiempo antes de escuchar los relatos animados de Magui, la familia Lozupone se fue de vacaciones a la ciudad balnearia de Mar del Plata. En ese viaje, el papá compró la versión de El Eternauta dibujada por Breccia y editada por La Urraca, esa en la que el viajero de la eternidad toma una forma más espectral, alargada y resquebrajada. Un tiempo después visitó una muestra sobre el mismo dibujante en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires. Esas dos experiencias habían calado hondo en esa recién iniciada adolescencia y ahora ese nombre había vuelto a su vida como un eco lejano.

En el taller con Alberto Breccia.

Con 17 años, Delia terminó el colegio secundario y quiso sumarse al taller de Breccia. Pero las ganas de aprender de la mano de uno de los doce famosos artistas de la Escuela Panamericana de Arte se encontró con un obstáculo. «Alberto cobraba una cuota anual, como un derecho de inscripción, que calculo que era para que la gente vaya y no deje a mitad de año», recuerda Lozupone. Esa matrícula era muy costosa para una joven que recién terminaba la escuela y tuvo que esperar para incorporarse. Decidió ahorrar el dinero que conseguía de sus primeros trabajos y, para no quedarse atrás, le pidió a Magui que le adelante cuáles eran las primeras tareas que pedían en el taller para poder llegar más armada al inicio de clases.

Mientras trabajaba y juntaba el dinero para anotarse, Delia hizo todos los trabajos que «el viejo» pedía en la primera etapa. Con el paso de los años, Alberto Breccia había acumulado una colección muy grande de fotos blanco y negro, imágenes de películas argentinas y norteamericanas que se usaban para exhibición y que se pegaban en las puertas de los cines porteños. Una especie de trailers mudos y quietos en formato 20×28 que, una vez que la película salía de exhibición, iban a parar a las librerías de usados del centro de Buenos Aires. Breccia las coleccionaba, formando un archivo invaluable del cual sacar planos, diferentes cantidades de personajes en escena y paisajes surtidos. Delia sabía por su amiga los pormenores de lo que iban a pedirle y decidió adelantarse. «Él te daba esas imágenes y te las hacía copiar en blanco y negro en una cartulina de color, donde practicabas el dibujo y también la decisión del entintado ¿qué va a ser luz y qué va a ser sombra?», recuerda.

Publicidad del curso con Alberto Breccia.

A los 19 años, en 1993, logró recaudar lo necesario para pagar la cuota anual y se sumó al espacio que Alberto montaba cada sábado en el estudio que tenía en su propia casa. Ese primer piso de su hogar en Haedo, al oeste de la Provincia de Buenos Aires, fue uno de sus lugares en el mundo y el epicentro de la creación de algunas de sus obras más representativas. «Era un lugar hermoso y muy iluminado, tenía una ventana larga por la cual se veía el patio, una mesa extensa de trabajo donde estaba él, mesitas alrededor y un tablero de dibujo», describe Delia. En el marco de la ventana, entre las cientos de herramientas, Breccia tenía una fotito pequeña de Jorge Luis Borges. Sillas de madera de diferentes juegos, bibliotecas y un escritorio largo marcado por los años. Libros, dibujos originales y adornos que trepaban por todas las paredes.

Para la mayoría de los alumnos, Haedo era un barrio lejano. A unos 20 kilómetros del centro de la ciudad, aprender con el maestro era, además de una aventura, una travesía. Delia viajaba hasta el barrio de Once, uno de los puntos neurálgicos de Buenos Aires, y tomaba La Lujanera -un ómnibus que une el centro de la capital con la ciudad de Luján a través de un recorrido de setenta kilómetros y en el que viajan cientos de personas por día-. Después de una hora y media, siguiendo la traza lineal de la Avenida Rivadavia -mitológicamente reconocida como la avenida más larga del mundo, aunque esto no sea verdaderamente así-, Delia bajaba en la estación Haedo del Ferrocarril Domingo Faustino Sarmiento, caminaba diez cuadras, pasando por el Club Leones de Haedo y llegaba finalmente a la casa con la escalerita que llevaba al estudio devenido en escuela.

En clases con Alberto Breccia.

El sábado se convirtió en un día de alegría para Lozupone, porque llegaba el momento de ese largo viaje que la llevaría al mundo de Breccia. Desde las cuatro de la tarde y durante tres o cuatro horas, los alumnos y alumnas buceaban en las enseñanzas de Alberto en busca de configurar sus propios universos. Para las siete y media de la tarde comenzaba la retirada. «Nos íbamos todos juntos y esa vuelta era siempre al azar, porque siendo sábado a la tarde hacíamos algún plan, veíamos alguna banda o íbamos a tomar algo», cuenta Delia. Con el paso de los sábados, se fue forjando una amistad y una camaradería entre lxs alumnxs que, sin saberlo, sería vital para lo que vendría.

Dentro del aula, donde se reunían entre diez y quince personas, Alberto recurría a la ejercitación constante. En la primera clase, lxs nuevxs alumnxs tenían que mostrar su trabajo y él analizaba el nivel de cada unx. «Miraba si eras capaz de tener un buen dibujo, poder decidir dónde iba el blanco, dónde iba el negro y también -si habías hecho historieta alguna vez- ver cómo estabas narrando», explica la autora de No puedo vivir sin música (Tren en Movimiento, 2017). Para principios de los años noventa, Breccia decía que ya no quería enseñar a dibujar. Si tomabas la decisión de sumarte a sus talleres, tenías que saber hacerlo. Como primer paso, y si el alumno o la alumna demostraba una buena técnica pero no sabía manejar las luces, se comenzaba con las fotos de películas para entender el uso correcto de los blancos y los negros. Una vez atravesada esta etapa, daba guiones profesionales de historieta, en general adaptaciones de cuentos de terror o misterio, con los que evaluaba la resolución y la toma de decisiones desde el dibujo. Si se sorteaba con éxito esta segunda instancia, el maestro otorgaba una mayor libertad creativa, una mayor decisión personal y la posibilidad de adaptar un cuento. Pero, para llegar a ese punto, tenían que pasar varios años.

La dinámica en clase era doble, porque implicaba una formación in situ, pero también el exponer las instancias en solitario que se daban por fuera del espacio. Cada alumno y cada alumna llevaban sus propios trabajos para desarrollar ahí, a los que se sumaban los deberes que Breccia daba para resolver en la semana y que se corregían durante la larga jornada. En un atril con broches de metal, cada unx pinchaba con chinches el ejercicio semanal, una hoja al lado de la otra, ordenadas de izquierda a derecha, y las pasaban una a una. Primero mostraban las páginas uno y dos, pasaban la dos al lado izquierdo y enchinchaban la tres al lado, siempre mostrando una doble página. «Contabas y mostrabas lo que habías hecho y Alberto daba una devolución, marcando dónde habías pifiado, lo que había que corregir», narra Delia. El resto de la clase también podía comentar el trabajo de quien exponía, aunque ese derecho solo era ejercido por lxs alumnxs más experimentadxs, aquellxs con menos vergüenza y mayor recorrido. Como lo describe Lozupone, «era un momento muy ceremonial, pero también muy cálido porque él era también mezcla de ceremonia y calidez». Cuando llegaban las cuatro o cinco de la tarde, alguien se ofrecía para ir a comprar facturas a la panadería del barrio. Todxs colaboraban con dinero y mientras unx salía a comprar, otrx ponía la pava a calentar. Al rato, compartían esa merienda creada en grupo. «Alberto siempre pedía tortitas negras», recuerda Delia.

Breccia en casa.

En esos primeros años de la década de los noventa, Alberto tuvo que ser hospitalizado una o dos veces. Lautaro Fiszman, compañero de curso de Lozupone en ese tiempo, recuerda que un sábado, en medio de una clase, lo vino a buscar una ambulancia. Los enfermeros lo quisieron llevar en silla de ruedas. Breccia pidió que la corran a un costado y se trepó él solo a la ambulancia, sin perder el buen humor. En una de esas internaciones, Fiszman lo visitó en el hospital. Cuando llegó, Alberto le pidió que se comiera una porción de ananá en almíbar dietético que le habían servido y que a él no le gustaba. A Lautaro tampoco, pero el maestro se lo pidió nuevamente, para que los doctores crean que lo había comido él. Empezó a comer de a cucharadas, intentando que la fruta enlatada pase directo, mordiendo lo justo y necesario. En ese mismo momento, entra uno de los viejos amigos de Mataderos de Alberto, esos con los que se juntaba cuando salía de trabajar en el frigorífico y que hasta sus últimos años siguió viendo en un bodegón de barrio. Apenas entró, Alberto empezó a quejarse con una sonrisa burlona: «mirá el pibe, me viene a ver y me come la comida», le dijo a su viejo compañero de juventud. Lautaro, con diecisiete años, se puso colorado y se debatió entre soltar el platito o seguir tragando el postre light.

Portada de » EL Tripero».

A los cuatro meses de comenzar Delia el taller, el 10 de noviembre de 1993, falleció Alberto a sus 74 años. Esa posibilidad por nutrirse de aquel cuyos dibujos había consumido hacía varios años, ese que siempre estaba dando vueltas entre las revistas de historietas de su papá, parecía terminarse. Lautaro Fiszman cursaba el colegio secundario en la Escuela Técnica Raggio, al norte de la Ciudad de Buenos Aires. Esa tarde de miércoles, su papá lo fue a buscar a la salida y le contó lo que había pasado. Juntos fueron hasta el velatorio, en la zona oeste de la provincia. Cuando llegó al lugar, al primero que vio fue a Cristian Montenegro, uno de los alumnos que más años había estado en el taller, en la puerta de la casa velatoria y desarmado por la tristeza. Los sábados a la tarde se transformaron en un agujero, un vacío para todxs lxs que cada fin de semana se juntaban en aquel primer piso.

Mientras cursaban, Alberto insistía en que sus alumnos se reunieran en paralelo al taller para hacer modelo vivo, algo fundamental a la hora de aprender anatomía. Se juntaron en el barrio de Belgrano, donde vivía otra compañera, la historietista e ilustradora infantil Sandra Lavandeira, para practicar lo que el maestro pedía. Con su muerte, esa casa se transformó durante años en el espacio en el cual sus alumnos replicaron la dinámica del taller, en los mismos días y horarios que Haedo. «Fue una forma de estar juntos y de acompañarnos, porque cada uno tenía un pedacito de Alberto», explica Fiszman. Tomaron las herramientas y la metodología de Breccia y replicaron la misma dinámica que generaba el gran maestro. Todos los sábados, sin falta, sus alumnos se reunieron en diferentes locaciones. Sin él, el aprendizaje se tornó aún más horizontal que antes.

Delia (Delius) en «El Tripero».

Ese verano, Cristian Montenegro y Mariano Grinberg, otro de los alumnos del taller, viajaron a Cuba al Encuentro Iberoamericano de Historietas de la Habana. Conocieron a mucha gente y se enamoraron del proyecto Napartheid, un fanzine que se editaba íntegramente en euskera (lengua vasca) desde 1988. Volvieron a Buenos Aires entusiasmados, y con Mariano pensando ya en el proyecto claro de hacer una revista. El Tripero, un nombre que se le ocurrió al hermano de Mariano, Sebastián Grinberg, se transformó en una de sus grandes herencias, el fruto de esos últimos años caracterizados por la voz cansada de un artista que había cambiado para siempre la historieta. Para Delia Lozupone, Alberto les había dado «un arma, una herramienta para resolver solos cómo seguir». Breccia decía que «para laburar hay que poner las tripas en el tablero», recuerda Fiszman. El Tripero tomó la forma de publicación antológica, llevando como marca identitaria aquel primer trabajo del cual Alberto escapó gracias al dibujo y la voluntad que él exigía al dibujar. Cada unx puso una inversión inicial que salía de sus bolsillos y se imprimieron los primeros números. En esas entregas donde la serigrafía fue la protagonista, gracias a la ayuda que les brindó Ral Veroni, aún se notaba la influencia de Alberto, sobre todo en el trabajo sobre los blancos y los negros. Pero con el paso de los años, fueron volcando lo aprendido y de a poco se animaron a experimentar a partir de búsquedas propias.

Imagen Alberto Breccia.

Para dibujar, el «viejo» rompió con el fin para el que algunos objetos de la vida cotidiana habían sido creados. Usó las gomas que recubren el manubrio de una bicicleta, palos y palitos con diferentes filos, escarbadientes y hasta cepillos de dientes. Un día decidió afeitarse sobre la mesa de trabajo en la que dibujaba Mort Cinder. Descubrió que el efecto de arrastre de la hoja de afeitar con el jabón era el mismo que con una espátula, cargó el pedacito de metal filoso con tinta y le dio forma a las montañas de la escena. Como cuenta Alberto en una de sus últimas entrevistas, «todo sirve, todo es utilizable, porque todo deja un rastro». Los cuatro meses de taller vividos por Delia, a quien hoy conocemos como Delius y como una de las grandes referentes de la historieta argentina, por su trabajo individual y por ser parte del colectivo Chicks on Comics, tienen algo de esa esencia. Esa experiencia atraviesa su obra de principio a fin, aunque desde ese carácter, el de no ser algo evidente, sino solamente un rastro.

Lea la primera parte de Breccia fragmentado aquí

Demian Urdin
Demian Urdin
Estudiante de Antropología Social por la Universidad de Buenos Aires, especializado en el estudio de la Historieta Argentina como construcción patrimonial. Ganador de la Beca de Investigación Boris Spivacow II de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina en el año 2018, donde analizó los procesos históricos de desarrollo del fanzine de historietas y su incorporación al Archivo de la Historieta y el Humor Gráfico Argentinos de esta misma institución. Ha realizado diferentes investigaciones en clave museológica acerca del trabajo del Museo del Humor de la Ciudad Autónoma de Buenos Aire. Es, además, columnista para diferentes medios gráficos y radiofónicos argentinos donde indaga en el mundo de la historieta, los cómics, las series, el cine y los videojuegos. Fue co-creador y co-conductor del ciclo de entrevistas “Guion y Dibujo: Diálogos de Historieta”. Actualmente, dirige el proyecto de difusión de la historieta latinoamericana "Grafo: Culturas Dibujadas".

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