Hay días en los que trato de pensar cómo era leer historietas colombianas en los años noventa. Cuando pienso en eso, esbozo una idea sobre cómo era dibujar y publicar historietas en Colombia en esos años. Sé que hay registros, sé que hay evidencias, sé que hay nombres, pero más que una lista de referencias pienso en esa intención, en el gesto aventurero, y solitario quizás, en ese atreverse a leer y dibujar en esa dirección en un tiempo donde la atención estaba en otro lado, las instituciones poco se fijaban, y la historieta no había ganado tanto terreno como podemos creer que pasa hoy.
Lo que pienso es un ejercicio de imaginación, simple, uno donde lo que recreo aparece copado con manchas, con conjuntos vacíos, un espacio desértico en mi memoria por la escasa relación que tengo con las historietas en esos años, un espacio con mucho fondo donde, apenas, y a tientas, se arman imágenes.
Me imagino leyendo lo que existía y no encontré. En ese tanteo todo es opaco. No tengo recuerdos como lector de historietas en esos años, y mucho menos de historietas colombianas. Tampoco tengo recuerdos como lector de nada. En la casa no había libros. Empecé a leer de adulto, y en caminos más extraños y poco habituales. Lo que sí hice fue dibujar, y mucho. Creí que ese sería mi oficio en el futuro, pero no fue así. Tal vez por eso, por ese oficio perdido y no desarrollado, cuando encontré las historietas, fue una forma de volver a ese camino.
Leí entonces, empecé a leer historietas al revés. No al revés de manera literal, leí a oscuras y como podía (tampoco es literal, o bueno, no importa si tienen problema con la literalidad) leí en sentido contrario cuando ya era adulto, tarde. Aunque no era tan tarde, la verdad. Leí de adelante hacia atrás. Es una buena manera de resumirlo. Empecé por lo que suponía, o así me lo vendieron, era lo último, una vanguardia gráfica, aunque eso que leí y parecía tan nuevo, ya llevaba años por ahí. Hablo del cómic underground y alternativo norteamericano y un poco de ese movimiento de jóvenes franceses que torció el camino hace más de treinta años. El caso es, para ser más claro, que crucé y encontré a las historietas de accidente, desfilando ante mis ojos, no mis manos, porque eran archivos CBR lo que leía. Entré por la pompa de «La novela gráfica» como si la vanguardia estuviera ahí y ése, el futuro. Pero bueno, acá estoy, y ahí sigo.
Lo que sí recuerdo, sin riesgo a inventar mucho, es la imagen de mi primo, a mediados de los noventa, y principios de los dos mil, agachado en su casa extendiendo un periódico buscando tiras en las Lecturas dominicales, buscando en Los Monos, lo veo agarrando con fascinación suplementos de periódicos que traían tiras de El Fantasma o sacando algunos folletos de cómics de vaqueros y algo de Superman. Mi primo, que nunca tuvo que ir a la universidad para saber tantas cosas, leía cómics y dibujaba en hojas de cuaderno uno seres imposibles y monumentales. Era y es «El mejor historiador de cualquier cosa». Siempre dibujó, a lápiz, siempre hizo cosas con plastilina, era y fue nuestro asesor intelectual cuando jugábamos Play Station, y era muchas cosas más, y sabía de muchas otras, en las que ocupaba su cuerpo y sus ideas.
Así lo quiero recordar: siendo feliz a su manera.
Y seguramente se encontró, con su suerte, algunas de esas historietas colombianas en periódicos que traía su mamá, y se encontró en esos periódicos desechados en «Casas de familia», con historietas de Daniel Rabanal. Y si no fue así, me gusta pensar que fue así. O me gusta pensar que le puedo escribir y contarle que hay unas historietas de esos años, de los noventa, que ahora circulan, libres, gratis, historietas que un argentino dibujó. Y él me diría que sí, que las había visto, que las recordaba y me haría una descripción impecable de lo que ya había visto y leído.
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Lo que he leído, copiando notas para esto que escribo, son algunos comentarios de dibujantes y escritores colombianos sobre su primera impresión cuando leyeron Las aventuras de Gato de Daniel Rabanal, que fueron publicadas en el suplemento dominical Los Monos del Espectador. Esas impresiones, comentarios sueltos, que leo y reviso ahora, son versiones de esas lecturas que quedaron fijadas, hace casi treinta años, o poco menos según el caso, en la memoria de esos dibujantes. Es lo que infiero mientras las recolecto. Trato de imaginarlos a ellos, leyendo, sin pensar que de ese hilo y esas páginas se sostenía una tradición de la que ahora hacen parte. Imagino, vuelvo a pensar en esa idea, en ese camino sostenido por tantos dibujantes anónimos y olvidados. Ahí están los comentarios de Paola Gaviria en el prólogo de la Colección Bogotá «Leer para la vida», o los comentarios de Carolina Pineda Cadavid, de Julián Reptil y muchas otras.
Daniel Rabanal le comentaba en una entrevista al investigador colombiano Diego Cárdenas: «Cuando tenía unos diez u once años y leí por primera vez El Eternauta y me impresionó mucho ver que una tremenda aventura se desarrollaba en sitios que yo conocía perfectamente, con los colectivos (buses) que pasaban frente a mi casa, con las pintadas en las paredes que leía todos los días, con gente con la que me cruzaba al ir a hacer alguna compra en el barrio. Desde entonces siempre pensé que este tipo de identificación era algo muy importante en cualquier historia. Hay que sumar a esto mi particular interés por la arquitectura y el urbanismo y en general sobre los temas del desarrollo urbano».
En esa respuesta está, parte y forma, de lo que son Las aventuras de Gato, de golpe, esa es su potencia narrativa: situar historias en paisajes conocidos, fuera de la fácil intención y referencia a lo local, es lo que atrae en estas aventuras. La Bogotá, que no es la Bogotá de ahora, está ahí en esas páginas dibujadas por Rabanal, son sus paisajes, los edificios y calles, son también los viajes por carretera y las perspectivas que son posibles gracias a la arquitectura limpia y clara por donde desfilan sus personajes. Las aventuras, que no se limitan a Bogotá, se mueven por otros paisajes: en el Valle del cauca, en el Amazonas, en playas al norte de la República. De modo que cada historia se expande a otras zonas siendo un viaje gráfico por la inmensidad del territorio nacional. ¿De qué forma impresionó a lectores y dibujantes esas aventuras cuando las leyeron por primera vez? No puedo responder. No lo sé. Pero la impresión sigue ahí, como un camino a recorrer, que se sigue recorriendo en historietas de aventuras como El Cuy Jacobo, de Iván Benavides, Gólgota, con guion de Ricardo Burgos y dibujos de Giovanni Castro y Alberto Rodríguez, donde el paisaje es protagonista y en otras que olvido mencionar. Porque al leer estas aventuras lo que hay es una puerta gigante para la historieta de aventuras en Colombia con el paisaje y el diseño como protagonistas, con esas posibilidades de representar lo que otra forma de arte no puede.
Las aventuras de Gato que ahora circulan impresas, por lo menos en Bogotá, y con suerte en otras ciudades del país, pueden leerse en cuatro libros, de angosto formato, cada una acompañada del prólogo de Paola Gaviria. Ahí la dibujante anota «Me senté en el piso junto a mi papá y recuerdo la impresión que me dejó esa primera página de Las aventuras de Gato: nunca había visto algo así hecho en Colombia ». Cada libro es una aventura completa, con las capturas reconocidas, el humor, los detalles ocultos, comentarios, y referencias que hay entre viñetas. De modo que en la colección podemos leer: «La isla del Griego», esa aventura por el Amazonas, «El triángulo de La Candelaria» una divertida historia por laberintos y secretos en el centro de la capital; «El oro de la Santa María» y su extensión a los paisajes y tesoros del Valle del Cauca y «La hermandad del agua Clara» que sigue la ruta de paramos y paisajes naturales. Cada una apuntando a problemas políticos, sociales y ambientales, los problemas de siempre y que ahora se vuelven más grandes.
A pesar de que el formato comprima las páginas y la rotulación, afentándose la atención en lectura, la circulación de estos libros, que nos alegra y estimula, llega de nuevo a lectores del presente, para mostrar la memoria, el tiempo, el paisaje y las arquitecturas de esta República.
Estas historietas, un eslabón importante en la narrativa gráfica nacional, se ganaron hace tiempo el adjetivo de «respetables» dentro de nuestra tradición, por ser unas historietas entretenidas, y con temática significativa además de otras cualidades.
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Volviendo un poco por donde empecé, este es un texto sobre Las aventuras de Gato, pero es también un texto sobre mi primo que murió hace unos meses en un accidente de trabajo. Un año atrás cuando vino a visitarme caminamos por la ciudad y rodamos en bicicleta, nos vimos enterita Tremors, esa oda a las armas yankies, y Jurassic Park (dos películas perfectas) y hablamos de los mangas de Saint seiya que se estaba leyendo en su teléfono, y del Spawn de Todd McFarlane, ese Spawn que también me enseñó y del cual ya sabía a finales de los noventa cuando salió esa película con John Leguizamo. Ahora, mientras cierro esto, y le doy puntada final, le muestro otra vez las historietas de Rabanal, imagino que hablamos otra vez, que nos sorprendemos con los detalles, ese mundo lleno de computadores, los paisajes representados y la belleza de estas historietas dibujadas en Colombia.
Mario, a pesar de no conocerte a vos ni haber conocido a tu primo, lamento muchísimo su prematura muerte. Este sentimiento lo propicia tu hermosa nota, que quiero agradecerte en lo que a mi trabajo se refiere. ¡Sigan adelante con BLAST, una verdadera joya para el mundo de la historieta! Un gran abrazo.
Daniel Rabanal