«Lo maravilloso de la infancia es que todo es real. El hombre mayor es el que vive una vida de ficción, atrapado por las ilusiones y los sueños que lo ayudan a subsistir».
– Ricardo Piglia
«Es la zona cero: la infancia como el planeta donde mejor respiramos y donde ocurrieron las cosas más importantes. Una radiación que se niega a desaparecer».
Rodrigo Fresán
El investigador colombiano Diego Cárdenas quien escribió para su tesis de Maestría, una serie de perfiles teóricos sobre el trabajo de tres dibujantes de historieta titulado: «20 años de viñetas: una caracterización de tres autores de historieta colombiana» en uno de los capítulos, dedicado al trabajo del dibujante Álvaro Vélez (Truchafrita) analiza uno de los materiales importantes en el trabajo del dibujante: «Es curioso apreciar como casi los mismos entornos urbanos –porque las locaciones de las historias son esencialmente las mismas– se transforman en paisajes salpicados de follaje cuando el autor evoca sus épocas de infancia. La vegetación, los árboles y la misma hierba se vuelven una criatura viva que monopoliza el espacio al interior de la viñeta. Es patente cierta nostalgia que trasciende la ilustración y es signo inequívoco para el lector de que está visitando un periodo particular de la vida de Truchafrita. No se trata necesariamente de una adultez antiséptica: es más bien una niñez en la que comparativamente el verde desborda, pues como su mismo alter-ego afirma: “Es que en mi infancia vivía entre rastrojos, mangas y árboles. El follaje, los arbustos y los árboles son como mi hogar». Antes de seguir, debo mencionar que esto fue algo que Cárdenas escribió y publicó, antes de que Vélez publicara su último libro Follaje (Tragaluz Editores, 2020). Lo cual me parece medular para escribir sobre este trabajo.

Pensando en lo que escribió Cárdenas y que se complementa con lo dicho por el dibujante paisa, Follaje es un libro, no del fin de un mundo, como ha repetido el autor, o sí, un fin de la adultez y el regreso a la infancia. Al anhelo por la infancia que está en las otras historietas de Álvaro Vélez, como lo ha señalado el investigador.
La historieta de Vélez que está enmarcada en una tradición específica, en una constelación de narraciones gráficas, con espacios silentes y de reflexiones extrañas como las de Jim Woodring, Vapor de Max, Un policía en la luna de Tom Gauld, y otras en las que el espacio narrativo, se supone vacío y permite las reflexiones que pueden dar para diversas interpretaciones, como pasa con todo buen libro que se sale de las prescripciones y las utilidades inmediatas.

En la primera viñeta del libro, leemos y observamos a uno de los personajes antropomórficos creados por Vélez, de lado, con los ojos brincones, extraviado en un verdor. El personaje que se mueve por el campo, en un monólogo sordo, empieza a lanzar frases sin aparente conexión, él no dialoga con nadie, solo parece hablarse así mismo, anhelando en su camino, el cemento y el ladrillo y lo que fue una civilización. Hasta que se refiere a una época dorada, a otro momento, e insinúa que debe recordar o recuerda algo. Y es acá, en este punto inicial, que encuentro resonancias a lo escrito por Diego Cárdenas, cuando se refiere a los entornos urbanos que aparecen en otras de las historietas de Vélez, pero que son consumidas y trasformadas en un nuevo paisaje, un paisaje que es el retorno a la infancia y, que acá es solo vestigio y decorado de los vestigios. Un punto cero. El verde que no se expone acá por cuestiones de color, aunque lo podemos ver en el guardapolvo del libro, es el estado de esa nostalgia. Todo está consumido por un mundo de plantas, que lo rodea y lo abraza todo, al paso de las viñetas. Sin ahondar en muchas descripciones, esta historieta es un espacio de divagaciones pero también es un juego, una posible imaginación que se hace imagen y representación en el paseo del personaje.

Cuando el personaje se duerme, se abre otro mundo, el mundo biográfico de Vélez, por decirlo de alguna manera, aunque no menos delirante que el dibujado al inicio, un espacio intermedio, marcado con diferencias explícitas, sin embargo, no sabemos cuál es el lado «real» en la narración gráfica, ni quién sueña a quién. En ese punto intermedio, el mundo es de colores, vaya ironía, unos colores que pueden leerse en sus otras historietas, con espacios urbanos que a pesar de cierta normalidad y las rutinas citadinas y burguesas y las conversaciones que tiene con su personaje Chimpandolfo, su confidente, un ser que lo aguanta sin aburrirse, escuchándole todo, este es un mundo lleno de ilusiones y sueños que parecen rotos, de ahí que, la alternativa a esto, sea escapar a la infancia, al mundo del follaje. El espacio medial marca una distancia con el verdor existente en el otro lado, una distancia que puede pensarse así: el mundo del cemento, la ciudad, es el mundo de la adultez y, el espacio sin avances, sin desarrollo y progreso, es la infancia.

Dicho de otro modo; la ciudad, lo civilizado, es el mundo adulto, la vida llena de ficciones que se debe suplir con distracciones, compromisos, cosas por leer y aprender, metas, una identidad, cosas por saber, vicios, deseos y todo lo que se pueda, y el follaje es la deriva infantil, que supone un camino y unas posibilidades, que deben ir tomando forma poco a poco.
Como advertí al inicio, Follaje puede leerse como una historia sobre el fin de la inocencia, sobre la pérdida y la adquisición, pero también sobre la insatisfacción de la adultez, lo que invita a pensar desde sus viñetas y a contemplar en sus breves preguntas y reflexiones, los finales y las transformaciones que son inevitables.