Hace unos años, en una entrevista concedida por el dibujante norteamericano Joe Sacco, el mismo que hace una forma de periodismo en historieta y cuyas obras más conocidas son: Palestina y El Mediador, tratan sobre el problema del Medio Oriente y la guerra de Yugoslavia, respectivamente, al ser cuestionado si estaba interesado en llevar al cómic –tal como sus anteriores trabajos–, un tema de América Latina, Sacco respondió: «creo que en Latinoamérica hay dibujantes que pueden contar su propia historia».
Recordé esas palabras de Joe Sacco mientras leía un relato desgarrador en historieta: Rupay. Historias Gráficas de la Violencia en el Perú, 1980-1984, de Luis Rossell, Alfredo Villar y Jesús Cossio (Ediciones Contracultura, Lima, 2008). Como lo anuncia su título, Rupay es un recuento de hechos, dibujados en cómic, sobre la violencia que vivió el Perú en la primera mitad de la década de los ochenta a manos del naciente grupo guerrillero maoísta Sendero Luminoso y también de las fuerzas armadas del Estado.
Es, especialmente, en Ayacucho donde se cuentan las incursiones violentas de los subversivos y de las fuerzas del Estado, desde la primera acción que capta la atención de los medios de comunicación: el ataque de Sendero Luminoso al puesto de Tambo, en el poblado de Chuschi (el 17 de mayo de 1980), con un saldo de un padre, su hijo de nueve meses y un policía muerto. Lo que vendrá después, según el relato de Rupay, es una serie de retaliaciones por parte de la Policía y del Ejército Nacional, seguidos también por nuevas incursiones de la guerrilla de Sendero Luminoso, como el ataque a la cárcel de Huamanga (2 de marzo de 1982) por parte de Sendero Luminoso, y un poco más tarde el ataque al hospital de Huamanga, perpetrado por la Policía Nacional; la toma del poblado de Vilcashuamán (el 31 de marzo de 1982), por los senderistas; o la toma del pueblo de Chungui a manos también de la guerrilla (a mediados de 1983) y la posterior retaliación del Ejército Nacional después de la toma subversiva; las brutales practicas de los senderistas quedan registradas en la toma y la posterior matanza en el pueblo de Lucamarca (en febrero de 1983), al igual que los abusos de la Policía frente a la población en la matanza en el pueblo de Soccos (en agosto de 1983). Estas y otras infamias son narradas, con dibujos, en Rupay.
Y en medio de todo el pueblo del Perú, particularmente el de Ayacucho. Poblados habitados por indígenas campesinos o comuneros, olvidados durante décadas por los gobiernos. Esos habitantes son piezas de cambio en un conflicto entre una subversión despiadada y las fuerzas armadas legales que gustan casi siempre de procedimientos ilegales. Los comuneros son acusados de «terrucos» (senderistas) o de colaboradores de la Policía y el Ejército, todo depende de quien los acuse, y el ajusticiamiento de estos supuestos traidores no tiene limites: violaciones, masacres, torturas, desapariciones.
Las historietas del libro están a la medida de los acontecimientos narrados, los dibujos explícitos muestran los brutales actos cometidos contra el pueblo peruano. Pero no sólo los dibujos testimonian los acontecimientos de manera cruenta. El cómic, dibujado en escalas de grises, en varias ocasiones, se mancha de rojo en un recurso que usan sus autores coloreando la sangre con tinta roja.
Algunos autores, en otras latitudes, han utilizado los cómics para narrar hechos cruentos, como en el caso de Art Spiegelman y su obra Maus, sobre el holocausto judío; el mismo Joe Sacco dentro de la franja de Gaza, con Palestina, o entre los escombros de Sarajevo, en El Mediador; el régimen macabro de la dictadura argentina escrito por Juan Sasturain y dibujado por Alberto Breccia en Perramus; o el asfixiante régimen iraní de los Ayatolas, narrado por Marjane Satrapi en Persepolis. De esas mismas fuentes y de esas influencias parece nutrirse Rupay.
Página de la secuencia de «Rupay» dedicada al asalto al puesto de Tambo (Ayacucho) por parte de Sendero Luminoso en 1981.
Los relatos de abusos, violaciones y muertes en ese Perú sangriento, que recopila Rupay, son también los relatos de sangre de otros conflictos en los que la sociedad está en medio de los fuegos. No puedo dejar de pensar en el conflicto colombiano cuando leo los procedimientos macabros efectuados por Sendero Luminoso, la Policía Nacional y el Ejército peruano, en el dolor de las poblaciones que viven el azote de uno u otro agente armado, de la total inoperancia de la dirigencia nacional o, lo que es peor, de su directa participación en hechos de sangre. De ese modo, Rupay no sólo es un relato de la violencia en el Perú en una época especifica, es también una crónica del abuso en America Latina, o en las naciones de la región que han padecido, en las últimas décadas, la crueldad de un conflicto armado; porque es apabullante la similitud de ese modus operandi con las formas de proceder de los actores armados en el conflicto colombiano.
En uno de los relatos el narrador se pregunta: «¿Qué sucede cuando se le da a un Ejército poder absoluto sobre la vida de las personas? ¿Quién regula los limites de sus acciones sobre la población en una guerra?» Más adelante las preguntas sin respuesta aparecen de nuevo: «¿Encontrarán finalmente las víctimas a sus familiares? ¿Podrán reclamar justicia a sus victimarios?» Y, finamente, una sentencia que nos parece familiar: «Más allá de la historia oficial sobre la derrota del terrorismo, las miles de victimas de Sendero Luminoso y las fuerzas armadas y policiales nos hablan de una sociedad fracturada…»
Página del capítulo de «Rupay» dedicado a la matanza de Lucanamarca de 1984.
Tenía razón Joe Sacco en aquella entrevista. En America Latina existen y, desafortunadamente, existirán durante mucho tiempo relatos de dolor y sangre. Pero también, y para fortuna, empiezan a aparecer dibujantes de historietas que son capaces de contar parte de esas desgarradoras historias, sumándose además a otras manifestaciones que, antes y después, han puesto en evidencia los errores y horrores de un subcontinente.
[1] En voz quechua rupay significa quemar, arder.