En Vasto Mundo, Flora Márquez construye uno más de sus universos. Desde la visión de una luna chismosa, entramos en la vida y en los dilemas de un montón de personas que hacen a ese mundo inabarcable. Nuestro editor, Demian Urdin, chusma profesional, revisita un clásico de la historieta argentina actual.
El capítulo 39 de la segunda temporada de El increíble mundo de Gumball lleva como título «El mundo». En pocos minutos, les fanatiques pudimos conocer el engranaje de Elmore, la ciudad donde transcurre la serie, y el modo en que cada una de las cosas que forman ese universo entran en funcionamiento. Porque el lugar en el que viven los Watterson puede ser armónico o caótico, pero siempre funcional.
La serie de Cartoon Network que -junto a Hora de Aventura, Un show más y Steven Universe– cambió la historia de la animación mainstream, nos ofrecía en ese episodio la chance de entender todo desde la propia voz de los objetos inanimados. Algo de eso tiene el libro del que les vengo a hablar hoy.
En la cosmovisión guaraní, la luna toma la forma de una niña que, junto a la nube, baja una mañana a la tierra para ver de cerca las bellezas que siempre había observado desde las alturas, se lastima, es ayudada a sanar y como recompensa regala al mundo humano la yerba mate. En la canción de María Elena Walsh, la luna es coqueta, tiene hábitos japoneses, se baña y pesca con una cañita de bambú. En la perspectiva de Georges Méliès de 1902, la luna se vuelve un astro sensible al que le duele el impacto de un cohete lleno de astrónomos que le da justo en el ojo. En Vasto Mundo, de Flora Márquez, la luna es una chusma de barrio.
Esta señora que todo lo ve hará las veces de Carl Sagan* para contarnos los secretos de ese universo particular que observa sin parar. Ella ama lo magnífico y lo ínfimo, al punto de no poder vivir sin mirar todo eso que pasa.
La luna se mete por las puertas y por las ventanas, y desde ahí chusmea. No hace otra cosa que chusmear. A Ernesto, un artista que vive junto a su frustración y a su perro dibujado, que es como le salió a él, ni más ni menos. A Roberto, el carnicero que viene de soñar algo lindo. A Maribel, una señora a punto de morir con un pálpito que cree que la llevará a ganar la Quiniela -pero no-. A Alonso, un tipo al que la inmensidad lo deja tranquilo. A Ariadna, un bichito que encuentra placer en comer. A Roberto, un tipo con dos caras, una arriba de la otra, que se refugia en sus plantas. A Irma, vecina de Roberto, una persona con pésimo manejo de la ira y con una colección de anchos de espada. Así, sucesivamente, las vidas, caminos y los sentidos de elles y de otres que aparecen más adelante irán armando ese equilibrio justo y necesario para que un universo pueda existir. Incluso cuando la luna da una vuelta para inhalar y exhalar, lo hace para relajar antes de seguir chusmeando.
Acá no hay cabos sin atar. Flora posee la extraña y maravillosa habilidad de contarnos todo sobre los mundos que crea, sin dejar casi detalles sin cubrir. Y lo hace desde lugares inesperados. Como en Sellos postales de Morondanga Republik: historia filatélica y fantástica de un país, la colección de fanzines a todo color en donde conocemos la estructura social, política y artística de ese Estado -Morondanga Republik- a través de sus estampillas. En Vasto Mundo, editado en 2019 por Maten al Mensajero, rompiendo una vez más con lo esperable, nos enteramos de todo gracias a la luna chismosa.
En el arte de Flora hay un alboroto que celebro y que disfruto. Un desorden que me recuerda al de Pedro Vila, el ilustrador de los libros de María Elena Walsh (a quien nombro por segunda vez en este texto), pero que también conecta con el caos precioso de Simon Hanselman, con la fauna y la flora -entre real o imaginaria- de Birgit Weyhe y con el trazo que powerpaola y Delius volvieron escuela. A todo eso, Flora Márquez le suma una sustancia X que convierte esa combinación en algo único, en una firma, una identidad personalísima.
En Vasto Mundo, la luna nos trae temas de conversación, excusas para juntarnos con ella a chusmear. La soledad, el miedo a la muerte, el lugar que damos al deseo, la posibilidad de ser olvidades, la convivencia con la frustración y el amor -en sus diferentes formas-, son los tópicos por los que pasamos mientras pasamos el rato con la satélite.
En la página ciento veinticinco la luna se despide y nosotres descubrimos lo buena conversadora que es y lo mucho que también nos gusta el chusmerío. Porque bien que nos quedamos escuchando lo que soñó aquel, lo que se comió ese perrito y le cayó mal, lo que lo pone triste a ese otro y con quién anduvo chapando esa también. Si el universo de Flora Márquez es como la cuadra de mi barrio, llena de viejas chusmas felices, dichoses de quien sean parte de él.
*Esta analogía me pareció mega original y creativa y descubrí que La Lejana hizo la misma en el texto de contratapa. Me ganó de mano.
Genial esta nota!!!!!!