En Q Santiago Musetti imagina el camino de luces y sombras atravesado por el escritor Horacio Quiroga hace más de un siglo atrás. En aquel que fuera el primer encuentro entre el gran autor y la imponente selva, Musetti crea una historia de fantasmas que se esconden entre las hojas y se sumergen en las aguas de esa geografía misionera.
Horacio Quiroga es uno de los mayores nombres de la literatura latinoamericana. Él y su obra forman parte de un gran panteón de artistas unidos por una identidad propia: el ser rioplatense. Un grupo que escapa a las caprichosas fronteras limítrofes que separan dos naciones que, en algún momento de la historia, hubieran podido ser una sola. Se suman a él personalidades como los cantantes de tango Carlos Gardel y Julio Sosa, la actriz China Zorrilla y el -aquí conocido por todos- historietista Alberto Breccia. Personajes que, aunque hayan nacido allá y hayan hecho carrera acá, son ya de ambos lados. Son de ese espacio compartido, son del río.
En 2016, los historietistas Rodolfo Santullo y Matías Bergara dictaron el «Gran taller de narración gráfica» en la ya tradicional librería Escaramuza, donde, dicen, se come la mejor milanesa con puré de Montevideo. A ese taller llegó Santiago Musetti, con una idea en andas. Cuando vio que no funcionaba, llevó otra. Esta vez, guionada y con la intención de ser contada en más de cien páginas. De ese taller, del cual ya pasaron algunos años, la idea de Musetti es fiel sobreviviente. Q , libro que explica la existencia del texto que aquí comienza, es el resultado de ese cambio hecho justo a tiempo.
Santiago propuso recorrer la cara menos conocida de Horacio Quiroga, su ser aventurero. Para eso, viaja hacia principios del siglo XX, antes de los cuentos selváticos, del amor, de la locura y de la muerte. Viaja hacia el primer contacto con aquella que será la escenografía más conocida a la hora de imaginar al escritor: la selva misionera. Junto a su amigo Leopoldo Lugones, el salteño (porque nació en Salto, Uruguay, y no en Salta, Argentina) se mete en esa geografía rasposa y sonora en busca de las ruinas jesuíticas abandonadas en Misiones. Ese camino, que comienza como una búsqueda, es también un escape.
Las obras de Quiroga se leen en los colegios. Los chicos más chicos se disfrazan de militares a punto de iniciar una guerra contra los yacarés y las chicas más chicas simulan ser coloridos flamencos con telas largas rellenas con espuma y dos botones a modo de ojos que las envuelven. Los chicos más grandes, en cambio, se sumergen en la oscuridad de sus Cuentos de amor de locura y de muerte. La relación con Quiroga tiene este contrapunto maravilloso: casi a ambos extremos de la vida escolar, cuando acaba de comenzar y cuando está a punto de terminar, llena las mentes lectoras de sensaciones que quedarán para siempre.
Sin embargo, pese a ser tan parte de la formación lectora de millones de estudiantes, poco se sabe de su vida, de la persona detrás de la pluma. Quizás allí radique el error, tantas veces repetido, de pensar que es argentino, cuando en realidad es uruguayo. Quizás también eso explique que tanta gente lo confunda con otro Quiroga, con Facundo, el prócer de la Independencia argentina que tantas páginas sarmientistas y borgianas ha sabido ocupar. O quizás eso no explique nada, pero lo cierto es que de él no se sabe demasiado.
En 1972, el historiador montevideano Walter Rela realizó un extenso estudio sobre la amplia producción del escritor. En su libro Horacio Quiroga: repertorio bibliográfico anotado, 1897-1971, repasa todos sus escritos, en diarios y en libros, en prosa, en verso y en artículos de opinión. Entre primeras ediciones, reediciones y recopilaciones, alcanza las 478 entradas, demostrando lo prolífico y, a su vez, lo desconocido que es su trabajo.
Entonces, habiendo tanto por contar y, más aún, desde el lenguaje historietístico ¿Por dónde encarar? ¿En qué línea punteada se recorta una figura tan enorme como inexplorada? Acá entra aquella segunda idea de Musetti, hoy publicada en Argentina por Historieteca.
Son interesantes los experimentos visuales que confrontan a un autor con su obra -y también con sus sombras- por medio de la fantasía. En Germán, últimas viñetas, la serie creada por el guionista Luciano Saracino para la Televisión Pública Argentina, vemos a un Héctor Germán Oesterheld grande, durante sus últimos años. No deben entenderse estos como sus últimos años de vida, sino como sus últimos años acá, con nosotros. Oesterheld es aún un desaparecido y esa figura, hasta que no se sepa la verdad, no puede ser referida como un equivalente a la muerte. Nunca. Retomando, en la serie Germán atraviesa el dilema de haber tenido que abandonar su línea creativa para adaptarse a las estéticas editoriales de Columba y Récord, que funcionaban como «máquinas de hacer chorizos» y no como una invitación desafiante para les lectores. A veces a la par y otras veces por fuera de ese camino, Oesterheld primero pelea y luego dialoga con algunos de sus fantasmas.
En Q, Musetti atraviesa un rumbo similar. Toma un personaje real, lo traslada a un espacio real y lo ubica en un tiempo real. El personaje es Quiroga, el lugar es la selva misionera, el año es 1903. Le alcanza tan solo con las primeras seis páginas para que el realismo sea atravesado por lo fantástico, como si un machete filoso cortara esa página de historietas. Como en aquella otra historia, la de Oesterheld, Q muestra al protagonista interactuar con sus pesadillas y sus espectros, con un pasado que no es mostrado, pero sí conocido.
La obra de Santiago Musetti atraviesa varios pasajes desde lo estético. En algunos de ellos, las figuras, los personajes, parecen figuras recortables. Siluetas que hubieran podido ser parte de una obra de Émile Reynaud o que, simplemente poniéndoles un gancho mariposa en el punto que une el torso con las piernas, pudieran cobrar vida. Pero en otros pasajes, esos que son oscurecidos por la profundidad de la selva o por la profundidad de las pesadillas de Quiroga, la historia se resuelve con pinceladas breccianas –Breccia padre y Breccia hijo-. En esos negros plenos en los que el poco blanco es la única luz, Musetti logra altos niveles de dramatismo narrativo a través de una sensación de ahogo que busca desesperada salir, de la selva temible o de la mente atormentada. En pasajes que se entremezclan con los dos anteriores, la historia parece tallada. El artista uruguayo logra una textura que parece realizada en taco a contrafibra, la técnica xilográfica que en Sudamérica ha tenido grandes exponentes y que llegó a sus máximos niveles de expresividad durante la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay.
Las figuras que parecen figuritas, recortes con movimiento propio; los negros y blancos marcando el ritmo drámático de la historia; las texturas que parecen recién marcadas por un buril, todavía con restos astillantes. Todo ello forma el trasfondo plástico, un diorama sobre el que la historia de Musetti transcurre.
Intentado evitar desenmascarar el secreto final que Santiago tiene para contar, solo se dirá aquí que la obra nos explica que para llegar al claro en la selva, no queda otro camino que atravesar y abrazar la penumbra. Lo mismo pasa con los fantasmas, solo se los puede recorrer para poder salir del otro lado, ese en el que se aprende a convivir con ellos.